No tardé en abandonar el orfanato. De hecho en cuanto cumplí la mayoría de edad ya lo tenía todo preparado para irme.
Sin padres y sin estudios no me esperaba un gran futuro a menos que me lo forjara. Así que empecé a asistir a la universidad en calidad de oyente. Me dedicaba al más noble crimen para subsistir, sustraía el sustento de los demás para liberar su alma de la carga que conlleva el ansiar cosas que no se necesitan.
Entre esa marea de tan variopinta gente me sentía bien, ¿Recuerda lo de las moscas que hablamos el otro día? Pues estaban zumbando todas para mi, me sentía sucio y molesto por tenerlos cerca, pero pensar en que estaba en mi mano aplastar a la que quisiera... era delicioso. Como si supiera que tras esa suciedad me esperaba un baño caliente.
Mi primera víctima en la universidad fue algo... desagradable. No recuerdo como se llamaba, pero recuerdo la sangre y el vacío que me proporcionaba. Matar, cuando se convertía en un hábito, era aburrido. Así que me ingenié un método. Creo que lo llaman modus operandi cuando es la firma de algún asesino en serie.
Mis presas favoritas eran o las personas extremadamente buenas o las extremadamente fuertes. Los primeros porque cuan más puro y bello es algo, más placer proporciona corromperlo y los segundos porque eran un reto. No creo que haya sonido más hermoso que el de el corazón de alguien cuando se quiebra. Mirar en sus ojos y saber que saben que no hay nada que puedan hacer o decir para impedir lo que va a suceder.
Una vez seleccionado mi objetivo ahondaba en sus miedos, en sus inseguridades y las explotaba desde el anonimato, preparándolo todo para que pareciere fruto de la aleatoriedad. Rasgar una pintura o derrumbar una pared.
Sea como sea, el proceso hacia la destrucción del espíritu ajeno no es tarea fácil, hace falta cierto toque de genialidad y elegancia por parte del perpetrador, cosa que yo poseo. El sonido del alma del alguien estallando en comunión con el caos... es una experiencia que roza lo sexual.
Debo añadir que no estoy orgulloso de mi decisión de indumentaria, pero necesitaba algo que me cubriera el rostro y esa máscara estaba en los saldos de una tienda de artículos de broma y demás chuflas. Irónicamente fue dicho accesorio el que me ganó mi apodo. No fueron ni mis asesinatos, ni mi estilo artístico.
Todo lo que hizo falta fue una máscara. La gente estúpida se queda en la anécdota. ¡Un perrito piloto! ¡Un robot que baila! ¡Una lavadora cantante!
No pretendo incluirle en la ya de por si extensa categoría de la estupidez, dado que según las convicciones sociales de usted depende mi salud mental, pero si me hubiera plantado aquí y le hubiera dicho que he matado a cuarenta personas y a un mimo...
¿Por quién habría preguntado?